No se volverá a repetir:
Era una mañana fría de invierno, a mediados de enero. Nos levantamos al alba, el día de caza pintaba muy bien. Como es costumbre en mi familia, desayunamos pronto y sobre las siete de la mañana salimos hacia Ciudad Real, lugar en el cual se iba a llevar a cabo la montería a la cual acudimos.
Llegamos al lugar y como es costumbre en estas monterías se sirvió a los cazadores un gran plato de migas con huevos fritos (estaba riquísimo todo), mientras que se realizaba el sorteo de los puestos.
Nos tocó un puesto cerrado. Nos preparamos tranquilamente, sacamos el rifle, charlamos un poco mi padre y yo del puesto que nos había tocado, y después de eso nos callamos para poder oír todo tipo de sonido sospechoso.
Empecé yo con el rifle, porque mi padre había matado en la montería anterior y me había dejado probar fortuna en esta. La jornada siguió su curso y una hora antes de que acabase la montería, me entró un jabalí enorme, yo lo apunté y cuando estuvo en el punto de mira apreté el gatillo y el animal cayó ''muerto'' en el sitio. Yo no me lo creía y quería ir a verlo a toda costa pero mi padre no me dejó, porque todavía quedaba una hora más.
La montería terminó así. Fuimos a marcar el animal, ya sin rifle ni nada, y cuando estábamos a menos de 10 metros el animal se levantó y echó a correr. Yo le intenté seguir pero fue inútil, el animal era mucho más rápido que yo.
Yo no me lo podía creer, pero de esta situación saqué una conclusión, "nunca des por muerto un animal hasta que no le tengas en tu poder". Y a partir de ese día siempre voy con el rifle en la mano cuando voy a recoger los animales muertos.
Álvaro G.
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